domingo, 14 de mayo de 2023

El día que aprendí a volar

El día que aprendí a volar

Por estos días de mayo en los que se celebra a las mamás y también a los museos, les quiero contar una historia de la que poco hablo: la de cómo llegué a este largo y complejo camino de buscar mi maternidad. Porque claro, parecería que es obvio para quienes me conocen que quiero ser madre más que cualquier otra cosa que anhele, pero la manera en que he decidido convertirme en una (sin pareja) y el momento en que supe con tanta certeza lo que deseaba, tal vez no es algo de lo que hable con frecuencia. Y sí, esta certeza tiene un momento preciso de concreción y muchos años de "maduración". La historia comienza con esta foto:


Pequeñines caminando por las salas de un museo con los brazos abiertos, como si estuvieran jugando a volar. Justamente eso hacíamos en aquel enero de 2013, hace ya 10 años. Yo trabajaba por aquel entonces en el Museo Nacional de Colombia y mi trabajo consistía en diseñar actividades para públicos de primera infancia (entre otras cosas, pero eso era lo que más que gustaba). Yo ya me había dado cuenta de lo mucho que me gustaba estar con los niños y niñas más pequeños, me pedía acompañar esos grupos desde que empecé a trabajar como mediadora o guía de museo allí, en 2007. Me habían contratado entonces para liderar la inclusión de la primera infancia y yo era muy feliz en ese trabajo. Ese día, especialmente, ese grupo me regaló algo invaluable. 


Hay una niña que tengo en brazos en ambas fotos: no recuerdo su nombre pero era la más pequeña del grupo y apenas estaba aprendiendo a caminar. Recuerdo que salí a recibirles en la camioneta que les transportaba y tan pronto extendí los brazos para ayudarle a bajar del carro ella se prendió de mí como un pequeño koala, y no se bajó de allí en toda su visita. Las historias de estos pequeños no eran dulces, sus familias no estaban presentes y probablemente ingresarían a proceso de adopción. Me gusta pensar que todos encontraron una familia amorosa y que han crecido felices y seguros. Pero esa pequeñita con coletas diminutas y sudadera fucsia se me insertó en el alma. 

Aquel día, al volver a casa, estaba muy afectada. Despedirme de ella había sido muy difícil para ambas. Recuerdo que la maestra que les acompañaba había tenido que arrancarla (literalmente) de mis brazos porque se aferró con todas sus fuerzas y las 3 (niña, maestra y yo) llorábamos en la puerta del vehículo. Caminé las pocas cuadras desde el museo hasta mi apartamento y me encontré allí con una de mis mejores amigas. No recuerdo muy bien si le pedí expresamente que fuera o era algo que habíamos acordado previamente, pero allí estuvo en la noche y me escuchó la historia de aquella visita tan especial. Traté de describirle eso que estaba sintiendo en aquel momento, una especie de vacío dolorosamente inmenso que me había quedado adentro, que no era la primera vez que sentía, sólo que ese día había sido más notorio. Hablamos durante horas sobre lo que yo sentía y pensaba cuando estaba junto a los chiquitines, esa mezcla de dulzura, amor, ternura, dicha y risa, pero también angustia, preocupación, cuidado y sí, un vacío al final con su partida.


Entre todas las cosas de las que hablamos aquella tarde, una muy importante fue el hecho de que, aún teniendo claro que quería ser madre, no quería casarme, ni convivir con una pareja. Hasta ese momento me parecían incompatibles las dos situaciones, lo que ahora me parece absurdo, pero en ese momento era angustiante. Entonces quedó una tarea para mí: ver la película "Antonia" (o "Memorias de Antonia") (1995). Si ya la han visto entenderán por qué me dejó esa recomendación, si no lo han hecho les invito a hacerlo. Si conocen los tremendos personajes femeninos de la película, van siguiendo el hilo de este escrito e intuyen el final de esta historia, sabrán que la película me permitió resolver la disyuntiva pareja-maternidad. 


Pero recordarán que les dije que era el 2013 cuando tuvo lugar ese dulce encuentro con la pequeñita que recorrió el museo entre mis brazos y mi regazo. Ese año yo empezaba mi doctorado, tenía una beca parcial y debía trabajar para completar mi manutención. El doctorado tenía, como la mayoría de los que se cursan aquí en Colombia, una buena proporción de clases y seminarios teóricos durante los primeros años, al tiempo que debía avanzar en el proyecto de la tesis. Así que el panorama era estudiar mucho y trabajar de tiempo completo durante los siguientes años. Tener un bebé no parecía encajar muy fácil en aquel escenario, pero aún así lo contemplé. Cuando lo hablé con mis tutores del doctorado me dijeron que no lo lograría, que tenía que decidir entre continuar estudiando el posgrado y ser madre. Todo se volvió tan difícil en los siguientes semestres que la decisión no fue necesaria, simplemente no se pudo hacer todo. Mi salud tampoco lo permitía por aquel entonces, pero eso ya lo he contado en otros textos y tal vez lo profundice más adelante. Así que me conformé con seguir jugando y aprendiendo de los bebés en el museo. 


Durante esos años prendí a volar, a gatear, a saltar, a abrazar, a jugar, a secar lágrimas, a llevar de la mano, a cargar en brazos, a dar mimos. Acompañé otras maternidades que llegaron a ese lugar de trabajo, leí muchísimo sobre familias diversas, reproducción asistida, donantes, maternidades sin pareja, embarazo y fibromialgia, crianza y doctorado. Los años pasaron, los trabajos cambiaron, el posgrado se transformó en una travesía extenuante y frustrante. Me formé como doula para acompañar a otras madres y en el camino me descubrí como una en formación. Perdí mi primer embarazo y, como parte de lo que hice para curar la herida tan profunda que eso dejó, volví a trabajar con bebés. Si logran encontrarme en esta foto, verán mi sonrisa aunque no puedan ver mi rostro.


Verán mis brazos de mamá pulpo que contiene y explora con la mirada lo que está pasando. Esa soy yo, esa es mi esencia más genuina y feliz. Quienes me conocen saben que allí, en contacto con manitas pequeñitas está mi lugar más seguro en el mundo. Muchas veces he pensado que me equivoqué de carrera, pero quizás no, sólo di una vuelta muy larga para descubrirlo y poderlo hacer realidad. Aprendí a volar en el horario de 10:00 a.m. a 5:00 p.m., mientras que los adultos que me evaluaban entre las 6:00 y las 9:00 p.m. me cortaban las alas. El aprendizaje de aquellos vuelos y de los juegos felices de la sombrerera en el museo me dieron el regalo más grande del mundo: la certeza de mi anhelo de ser madre. Aquel día de la visita volando por las salas publiqué la foto (la primera de este texto) en mi Facebook preguntando a las personas adultas que me seguían si todavía recordaban cómo volar. Yo lo olvidé por momentos en los siguientes años, me costo mucho recordar cómo hacerlo. 


Por estos días he vuelto a estar rodeada de niñas y niños, un poco más grandes pero también llenos de ideas, de sonrisas y sueños maravillosos. Recordé esa dicha y esa magia en medio de semanas muy difíciles para mi anhelo. Más pérdidas y más dificultades han ocurrido desde aquella época de jugar en el jardín del panóptico o en los jardines infantiles del centro de Bogotá. Pero el fuego sigue estando vivo en el camino que conduce de mi útero a mi corazón, y yo necesitaba recordarlo para sostener la paciencia que se pone a prueba en esta pausa llena de incertidumbres y de nuevos duelos. 

Puede que mis compañeros -y hasta mis coordinadores y jefes- del trabajo lean esto, o puede que no. Espero que la historia no les perturbe demasiado, aunque sé que puede cambiar lo que piensan sobre mí y mi trabajo, para bien o para mal. Mis colegas de los museos seguramente recordarán algunos fragmentos de lo que aquí les he narrado y reconocerán los espacios y las obras, aunque no la bebé pequeñita, tímida y apegada a mí que cambió todo en aquel 2013.

Mi amiga del alma que escuchó esa conversación en la noche de enero de 2013 y me animó a explorar la idea de ser madre sin pareja, lo que al final terminó siendo mi decisión, sabe esta historia y seguramente guarda en su memoria otros detalles. Pero me gustaría que la recordara por dos razones: primero porque actualmente pasa por un momento difícil y quiero que recuerde que su compañía ha hecho posible está dulce y retadora maternidad en construcción (aunque ella lo sabe muy bien). Segundo, porque al finalizar el día de la madre, quiero también agradecer a las amigas que, aún sabiendo claramente que la maternidad no es su deseo, están aquí acompañando mi decisión con tanto amor y paciencia. Ellas saben quienes son y lo mucho que les agradezco su presencia en mi vida.

He escogido fotos para esta historia en la que no se vean completamente los rostros de las niñas y niños. También contienen vistas de obras que hacen parte de la colección del museo. Les pido el favor de no compartirlas de ninguna manera.

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